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La erótica histórica de los espárragos Thursday, 18 April 2024


El protocolo en el siglo XIX mandaba que se comieran con los dedos y se chuparan hasta donde sus fibras lo permitieran


Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 19 de abril 2024, 00:05

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El protocolo en el siglo XIX mandaba que se comieran con los dedos y se chuparan hasta donde sus fibras lo permitieran

Me imagino que no hace demasiada falta explicar la ilustración que hoy nos acompaña. Cuatro mujeres (una jovencita soltera, una recién casada, una cabaretera y una severa matrona) se disponen a comer un espárrago de las cuatro maneras que enumera esta picante postalita francesa: con desdén, con dudas, con amor o con rabia. Obviamente aquí el espárrago simboliza cierta parte de la anatomía masculina que también poseían los consumidores de imágenes eróticas, pero la estampa es mucho menos atrevida que otras que he encontrado sobre el tema y que no pasarían la censura de las mojigatas redes sociales.

Además de enseñar pechos u otras cosas más o menos descocadas, algunas empleaban lenguaje explícito. Por ejemplo un trío de postales victorianas —entonces la gente no era tan timorata como solemos pensar— ilustra tres escenas en las que se ofrecen espárragos a una mujer.

En la primera un adolescente sujeta un pequeño espárrago y la chica le responde que con esos no tiene ni para empezar. En la siguiente un galán tiene en la mano un grueso espárrago y su acompañante, encantada de la vida, señala que «será excelente acompañado de salsa blanca». Ejemplo. En la última postal un hombre mayor y entrado en carnes enseña a una señorita un ejemplar chuchurrío, que de tan alicaído provoca que la moza diga algo que, bueno, dejémoslo en que al señor se le había pasado la flor -y la tiesura- de la juventud.

El espárrago nos puede parecer una metáfora fálica facilona e infantil, pero piensen ustedes que su asociación erótico-festiva no se debía únicamente a su forma sino también a la fama que desde la Edad Media arrastraba como alimento tónico o «aumentador de la simiente» y, sobre todo, al modo en que se comía.

Seguro que han oído por ahí que el protocolo manda que las espárragos se coman con la mano: ésa es una idea un poco anticuada, de cuando esta verdura aún no se consumía en conserva ni primorosamente recortada de manera que todo el espárrago que llega a nuestro plato sea comestible. Antiguamente los espárragos se cocían en casa, atados en manojos y metidos en una cazuela alta (existían modelos para este uso específico) con agua y sal.

Según el gastrónomo, escritor e ingeniero Ángel Muro (1839-1897), a quien por cierto dentro de poco dedicaré este espacio, una vez que el agua hervía había que contar doce minutos, sacar los espárragos, escurrirlos, desatarlos y servirlos en una fuente.

Las había también ‘ad hoc’, adornadas con motivos esparraguiles y armadas de unas hendiduras o agujeritos en el fondo que permitían que el líquido que iban soltando los espárragos no se acumulara, aguando el bocado.

Muro pensaba que estos platos especiales eran tirando a cursis y prefería el viejo truco de ponerlos sobre una servilleta de hilo. También creía que en España este producto siempre se cocía de más, así que se sacaban a la mesa con «el aspecto de unos zorros sin mango, cara de enfermos y sin buena parte de su substancia».

Hervirlos lo justo

Había que hervir los espárragos solo lo justo, para que conservaran firmeza, color y lozanía, y una vez en la mesa se podían degustar acompañados de casi cualquier salsa conocida o simplemente regados con un aliño de ensalada.

En su ‘Diccionario general de cocina’ (1892), don Ángel Muro explicó cómo los consumía él. «Yo los como cortando las cabezas con el tenedor y con una yema de huevo duro, mostaza, vinagre, aceite, sal y pimienta en el mismo plato; aplasto la yema y las cabezas, mezclo con el líquido y voy mojando y chupando uno a uno, sirviéndome de ambas manos alternativamente y dejando los rabos en otro plato que me hago poner enfrente de aquel en que como. Porque eso de dejar los espárragos chupados en el mismo plato es -lo diré en francés- ‘un peu sale’». Es decir, un poco guarro.

Lo importante de esta diatriba esparraguera es, por un lado, que quitaba las yemas y las usaba como parte de la salsa, y por otro, que esta verdura se servía con una parte comestible y otra que no lo era, «los rabos». Así pues, imagínense ustedes la estampa de un banquete en el que las damas, tan pudorosas, tuvieran que agarrar el espárrago con los dedos, untarlo, llevárselo a la boca e ir triscando lo que pudieran de él hasta alcanzar la parte leñosa.

Normal que la escena levantara pasiones, guiños, codazos disimulados y muchos suspiros. En España, donde quizás éramos más brutos o más naturales que en otros lares, se hacía así con normalidad y ni siquiera se tenían escrúpulos por dejar la parte chuperreteada de vuelta en el plato.

El ‘Manual completo de urbanidad para las niñas’ (1849) explicaba que para comerlos los espárragos en la mesa con educación había que «tomarlos con los dedos por su parte inferior, mojarlos en el aceite y vinagre que se habrá puesto antes en el plato y comerlos hasta la mitad o poco menos, dejando lo demás en la orilla de éste». Cero complejos.

No como en Inglaterra, donde para presumir de cubertería intrincada y evitar sensuales suspicacias se pusieron de moda unas pinzas con las que agarrar el enhiesto espárrago.

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